Compartimos la columna de Diego Pereira pereira.arje@gmail.com sobre la beatificación de Monseñor Arnulfo Romero bajo el título “Un hombre fiel a Dios y a su pueblo”.
“El pasado domingo 24 de marzo la Iglesia le puso el sello a un acontecimiento que se viene gestando desde hace muchos años: la beatificación de Monseñor Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, durante los difíciles años de la dictadura militar sufrida en su país.
Este hombre que nació en 1917, sacerdote y luego nombrado arzobispo en la capital del país, fue asesinado en plena celebración del rito principal católico en la cual el cuerpo y la sangre de Jesús se hacen presentes, donde la sangre del hombre Romero se unió a la sangre del Dios Jesucristo.
Fue asesinado por su defensa de la clase más pobre de su pueblo que, como buen pastor que fue, acompañaba y consolaba, defendía y animaba, protegía y acobijaba, y por oponerse a los poderes reinantes de este mundo fue tildado de subversivo y sobre todo de comunista.
Romero, como todo hombre de letras, fue elegido arzobispo creyendo que por su postura ortodoxa y conservadora -producto de su formación- no causaría ningún problema al sector político y a la Iglesia salvadoreña, casadas entre sí, y que no interferiría en los propósitos del capitalismo que avanzaba sobre Latinoamérica. Conocido por su pasión por los libros nunca creyeron que toda su sabiduría sería puesta a prueba al enfrentarse a una situación tan desgarrante como la vivida en esos años. Si muchos hombres de poder se mantuvieron impenetrables por toda misericordia ante el sufrimiento de su pueblo, en Romero eso fue muy distinto. Romero, si aprendió algo con exactitud fue el Evangelio, y fue él quien le enseñó a mirar a su pueblo con alma de pastor. Fue Jesús en el Evangelio quien le indicó el camino hacia su completa conversión, no sólo intelectual, sino afectiva y radical, hacia las ovejas de su rebaño.
Romero no dudó en dar la vida por lo que entendió que era el mismo motivo que llevó a Jesús a dar la vida por él y por sus hermanos. No se acomodó a la situación, no tuvo miedo de exponerse ante los peligros, no se calló ante nadie, no se arrodilló ante ningún poder terrenal, y esto incluye a las autoridades de la Iglesia que hicieron caso omiso de su situación, incluso lo interpelaban porque no confiaban en su proceder. Mientras recorría su pueblo más pobre y vulnerable y abrazaba a todos con su cariño sin igual, la misma jerarquía eclesial lo acusaba de comunista y rebelde por no seguir las enseñanzas de la Iglesia. Una frase conocida por otro gran hombre de Dios, el obispo brasileño don Hélder Cámara dice así: “Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo, pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”. Esta frase puede ser asignada a Romero con toda justicia. Sin duda que el camino de la vida de Romero fue el camino hacia el Calvario, donde los azotes y los escupitajos no faltaron, pero tampoco faltó la consolación de los que sí vieron en él, el hombre de Dios.
La celebración del domingo -no me queda duda- fue nuevamente manejada al antojo de los poderosos. Las imágenes en vivo del acontecimiento no mostraban la verdad de lo que allí acontecía, 35 años después de la muerte de Romero. No se veía a las ovejas del pastor, no se veía al pueblo campesino y pobre que aún HOY sigue sufriendo la exclusión social. Las cámaras apuntaban hacia la jerarquía eclesial, hacia los colores vistosos del ropaje que reviste la autoridad, y no mostraban las caras sucias y los pies descalzos del pueblo que realmente conoció a Romero y que amó, de aquellos que son testimonio vivo de la memoria de un hombre santo. Los mismos que se aliaron en la decisión de matarlo, estaban sentados muy cómodos en los primeros lugares de la celebración, mientras el pueblo sencillo estaba detrás de una vallado que marca la diferencia de dignidad entre el clero y la del pueblo laico.
Si Romero estuviera en esa celebración ¿en qué lugar se ubicaría? ¿Con los obispos, sacerdotes y autoridades civiles, en los primeros puestos, o con el pueblo campesino, pobre y marginado? Sin duda que estaría con los segundos…que en realidad son los primeros: “Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos” (Mt 20,17). Fue el pueblo sencillo y
desprotegido que realmente conoció al hombre de Dios, al hombre que los escuchó y que sufrió con ellos todo su dolor, que supo asumir en su carne los sufrimientos de su pueblo. Fueron ellos quienes lo recibieron en sus casas, con quienes se sentó a la mesa a compartir el poco pan que tenían, y no los ricos y poderosos. Es tan visible esta diferencia que el pueblo salvadoreño puede estar muy orgulloso y decir a coro con Ignacio Ellacuría: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”, y al pasar marcó el alma del pueblo y la conciencia de aquellos que encontraron en él un hombre fiel a Dios y fiel a su Pueblo”.
Fuente Imagen: Reuters.
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