Declaración de la Universidad Católica del Uruguay sobre la laicidad.
Introducción.
1. La difusión de la Carta Pastoral de los Obispos del Uruguay en ocasión del Bicentenario (“Nuestra patria: gratitud y esperanza”) ha vuelto a colocar en el primer plano el tema de la laicidad. En este contexto, y con la única intención de contribuir al enriquecimiento del debate público, las autoridades de la Universidad Católica del Uruguay han creído pertinente explicitar el modo en que entienden y practican este concepto, que sin duda ocupa un lugar central en la tradición educativa uruguaya.
2. La Universidad Católica del Uruguay es la principal obra de la Conferencia Episcopal en el terreno de la educación superior. Es además una institución que aspira a combinar una clara afirmación de su identidad católica con una actitud de apertura y diálogo hacia quienes tienen otras convicciones religiosas. Al mismo tiempo que la formación en la fe católica es brindada a todos aquellos que quieran recibirla y que el espíritu católico vertebra la vida de nuestra comunidad universitaria, cultivamos una actitud que no se limita a respetar a quienes se identifican con otras tradiciones religiosas, sino que aspira a promover el diálogo, el reconocimiento y la comprensión recíproca. La existencia de la Cátedra Permanente de Judaísmo desde el año 2001 y de la Cátedra Permanente de Islam y Mundo Árabe desde el año 2007 son dos ejemplos de esta actitud que
resultan bien conocidos para la sociedad uruguaya.
Una mirada a la historia
3. Las disputas en torno a la laicidad se instalaron en la segunda mitad del siglo XIX, principalmente en ciertos países europeos y en algunos países latinoamericanos que tenían fuertes vínculos con ellos. En aquel tiempo, el debate giraba en torno a la secularización del Estado, es decir, al modo en que debía establecerse la separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Los conflictos de esa época fueron duros y dejaron heridas profundas, pero lo que importa percibir es que hoy no tienen continuadores. El proceso de secularización fue un poderoso movimiento que cambió la
vida institucional, las tradiciones y la cultura de las sociedades occidentales. La mayor parte de los Estados democráticos de la actualidad son secularizados, y aun en aquellos países en los que sigue existiendo un Estado confesional (Argentina, Inglaterra, Grecia, etc.), el modo en que se lo concibe ha cambiado. La idea de que todas las confesiones religiosas merecen un igual respeto, siempre que no atenten contra los derechos fundamentales de nadie, ha pasado a ser patrimonio común. Lo mismo ocurre con las aplicaciones de esa idea al plano educativo. Ningún actor de peso en ningún país democrático piensa hoy que sea legítimo forzar a un padre a educar a su hijo en
una religión que no sea la suya. La Iglesia Católica, en particular, se pronunció claramente a favor del respeto de la libertad religiosa y educativa en el Concilio Vaticano II.
4. En las secularizadas sociedades democráticas del presente, el problema central ya no se plantea en términos de secularización del Estado, sino en torno a cómo asegurar a cada ciudadano las condiciones que le permitan vivir de acuerdo con sus propias convicciones religiosas sin sufrir hostigamiento ni discriminación. Las ideas sobre este punto son diversas y alimentan un debate enriquecedor, pero hay al menos dos convicciones que pueden considerarse patrimonio común.
La primera es que esa protección debe alcanzar a todos los miembros de la sociedad, ya sea que pertenezcan a una religión mayoritaria o a una minoritaria, y ya sea que tengan conviccionesreligiosas o no las tengan: nadie puede ser perseguido por tener ciertas convicciones religiosas, ni tampoco por no tenerlas. La segunda convicción compartida es que las eventuales amenazas a esta libertad pueden provenir tanto de la sociedad como del propio Estado. En particular, la historia del siglo XX ha enseñado que la violencia del Estado hacia las religiones no se produce únicamente cuando el Estado se compromete con una confesión religiosa. Los totalitarismos ateos han revelado ser una terrible amenaza para la libertad religiosa de los ciudadanos.
5. La extinción de los antiguos conflictos a propósito de la secularización del Estado no es el único cambio de contexto que se produjo en el correr del siglo XX. El otro cambio es la revaloración de la diversidad cultural y de lo identitario como rasgos característicos de una sociedad plural. Esto significa una ruptura importante respecto del pasado. Muchos de los procedimientos que se utilizaron para construir los nuevos Estados‐Nación en el correr de los siglos XVIII y XIX (imposición de una lengua única a través del sistema escolar, prohibición de dialectos regionales, desplazamientos forzosos de población, imposición de una literatura oficial) generarían un rechazo inmediato, masivo y activo en las sociedades del presente. Las sociedades democráticas
de principios del siglo XXI valoran la diversidad y la identidad como no lo hicieron en épocas anteriores, y están dispuestas a movilizarse para protegerlas.
6. Esta evolución histórica indica que el concepto de laicidad ya no puede entenderse como se entendía a fines del siglo XIX. La palabra “laicidad” entendida como término de combate ha perdido vigencia, por la simple razón de que ya no existen los bandos que se enfrentaban en aquella época. Y la palabra “laicidad” entendida como rechazo u ocultamiento de todo aquello que nos diferencie no puede aspirar a generar grandes adhesiones, porque ese uso va contra de la sensibilidad predominante en las sociedades contemporáneas. En conclusión, cualquiera sea el significado que demos hoy a la palabra “laicidad”, ya no puede ser el que tenía hace 130 años. El contexto de uso se ha modificado demasiado. Esto no debe conducir a un abandono del término, sino a hacer de él un uso más abierto y dinámico. La laicidad sigue siendo un concepto central
para la tradición educativa uruguaya y, en consecuencia, para todos los uruguayos. Pero tenemos el deber de reinterpretarla y enriquecerla a la luz de la experiencia histórica.
Nuestra visión de la laicidad
7. En la Universidad Católica del Uruguay no entendemos la laicidad como un mandato de ocultamiento de las convicciones religiosas. En nuestra comunidad universitaria hay personas que comulgan con diferentes religiones, así como hay ateos y agnósticos. A nadie se le pide que oculte ni disimule esas fidelidades. El hecho de tener convicciones va normalmente asociado a la voluntad de hacerlas públicas. Si alguien cree que una verdad es importante para todos, querer compartirla es un acto de generosidad. Forzar a alguien a ocultar o disimular sus convicciones es una manera de limitar su libertad de tener convicciones y actuar en consecuencia. No creemos que sea bueno un orden social que nos obligue a mostrar ante los demás únicamente lo que tenemos en común y a encerrar lo que nos diferencia dentro de las paredes del hogar o de un templo.
8. En la Universidad Católica del Uruguay tampoco entendemos la laicidad como un simple sinónimo de respeto. No hay duda de que el respeto es una condición necesaria para que todos podamos tener una vida digna y plena, pero no es una condición suficiente. De hecho, el respeto es compatible con la indiferencia hacia al otro y con múltiples formas de segregación social. Esta no es una razón para abandonar la exigencia de igual respeto, sino para cumplirla estrictamente al mismo tiempo que se intenta ir más allá de ella.
9. En la Universidad Católica del Uruguay nos identificamos con la idea de “laicidad positiva” que recogió el papa Benedicto XVI en su viaje a Francia en el año 2008 y a la que algunos autores apuntan bajo el nombre de “laicidad‐reconocimiento”. Esta concepción supone aceptar: i) que la diversidad de convicciones, y no sólo de opiniones, es un rasgo normal y deseable de toda sociedad respetuosa de la libertad; ii) que la diversidad de convicciones no relativiza la existencia de una única verdad, sino que crea las condiciones más adecuadas para su búsqueda; iii) que los otros, en la medida en que actúen con fidelidad y compromiso hacia sus convicciones, se constituyen en un testimonio valioso para nosotros y en un punto de referencia contra el cual evaluar la seriedad y profundidad de nuestros propios compromisos. En consecuencia, estos
enfoques de la laicidad no apuntan a ocultar lo que nos diferencia ni nos exige mantenernos a distancia de los que piensan diferente, sino que nos invitan a construir un mundo donde todos tengan una real oportunidad de vivir en función de sus propias convicciones, y aprovechar esa vivencia para cultivar una actitud de encuentro y de diálogo con los demás. Las diferencias de convicciones no son una amenaza ni una patología, sino lo que nos da ocasión de ser más auténtica y profundamente humanos.
10. La laicidad así entendida obliga a adecuar el funcionamiento de una institución como la Universidad Católica del Uruguay a las condiciones de la diversidad. Por ejemplo, recomendamos a nuestros profesores que no controlen la asistencia a los estudiantes judíos en las festividades tradicionales del judaísmo, y buscamos crear sesiones especiales de exámenes para los estudiantes musulmanes que respetan el Ramadán. También evitamos que se realicen evaluaciones durante el sábado, de modo de no perjudicar a quienes no podrían asistir por razones religiosas. Las concepciones de la laicidad que invitan a desconocer las diferencias religiosas terminan siendo discriminatorias hacia muchas personas. Pretender ignorar que un judío religioso no se presentará a un examen durante el sábado no es ser neutro ante la religión, sino ser hostil hacia el judaísmo. La “laicidad positiva” o la “laicidad‐reconocimiento” exigen
asegurar a todos, sean cuales sean sus convicciones religiosas, un calendario académico que no los penalice.
11. La laicidad así entendida también le asigna una función específica al Estado. Su tarea no debe consistir en reprimir toda manifestación de diferencias en materia de convicciones y formas de vida, ni en tomar sus decisiones a partir de la ficción de que esas diferencias no existen. Su tarea debe consistir en reconocer la diversidad de convicciones y formas de vida, y crear las condiciones adecuadas para que cada uno pueda vivir en función de las suyas. Para eso es indispensable que el Estado mantenga una auténtica neutralidad entre todas las opciones. No sólo no debe comprometerse con una confesión religiosa específica, sino que tampoco debe tomar partido entre quienes tienen convicciones religiosas y quienes no las tienen. A la hora de distribuir libertades, oportunidades y recursos, no debe premiar a quienes optan por ciertas formas de vida y castigar a los otros. Su tarea debe consistir en velar por la igualdad de oportunidades en la búsqueda de la felicidad, entendida como la mejor vida que seamos capaces de vivir. La búsqueda de la felicidad es una tarea de los ciudadanos en el marco de la coexistencia social. Al Estado le corresponde asegurar que, cualquiera sea el camino elegido por un ciudadano, y con la única condición de que los derechos fundamentales de los demás sean respetados, las decisiones que tome el propio Estado no favorezcan la realización de ciertos ideales de vida ni creen obstáculos
innecesarios a la realización de otros.
Por el Consejo Directivo de la Universidad Católica del Uruguay
P. Eduardo Casarotti SJ
Rector
Montevideo, 14 de diciembre de 2011.
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Fuente: cuatrop.com.uy
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