El 20 de febrero de 2018 la Suprema Corte de Justicia de Londres sentenció que se debía suspender la ventilación mecánica e impedir trasladar a otro hospital al bebé Alfie Evans, de 22 meses, afectado por una enfermedad neurológica desconocida, incurable, internado en el Hospital de Niños Alder Hey, de Liverpool. Esta sentencia provocó una movilización general en defensa de la vida de Alfie, alentada por sus padres, Tom Evans y Kate James, ambos de poco más de veinte años, ella anglicana y él un obrero católico. Los padres pedían llevar a su hijo fuera de Gran Bretaña “para que sea cuidado hasta el fin natural de su existencia terrenal”, en el hospital pediátrico del Niño Jesús, en Roma, que ya había expresado su disponibilidad y había enviado a sus médicos a Liverpool. El gobierno italiano concedió con trámite urgente la nacionalidad italiana al bebé, para facilitar el traslado.
El 16 de abril la Corte de Apelaciones rechazó el recurso presentado por los padres de Alfie. Tom y Kate presentaron entonces un recurso extremo a la Corte Suprema del Reino Unido. El 20 de abril la Corte Suprema del Reino Unido confirmó definitivamente que es «in his own best interest» (en su mejor interés) que se deje morir a Alfie.
La presidente del Hospital pediátrico del Niño Jesús, Mariella Enoc, envió al director del hospital de Liverpool una carta de un grupo de mamás de niños con enfermedades “en algunos casos muy similares a la del pequeño Evans». «Nuestros hijos —escriben— no están sufriendo: solo están viviendo. Y también hoy han podido sentir en la cara la belleza y el calor del sol y de nuestras caricias. Les rogamos que no priven de la alegría de estas caricias al pequeño Alfie y a sus padres”.
El padre de Alfie leyó una declaración en la que enfatizó que su bebé “está enfermo, pero no muriendo. No entendemos por qué nuestro hijo, junto con muchos otros, está siendo tratado así. Creemos que es porque él está discapacitado y el Reino Unido quiere legalizar la eutanasia”. El 23 de abril se le retiró a Alfie la respiración asistida, pero el pequeño siguió viviendo, lo que demostraba que era capaz de respirar por sí mismo y que su estado de salud era «significativamente mejor» que el estimado por los médicos. Los padres solicitaron entonces a la justicia que revisaran su posición. La Alta Corte de Mánchester volvió a rechazar su petición, y luego lo hizo la Alta Corte de Londres. Alfie falleció el 27 de abril: el mismo día en que nació el nuevo hijo de Guillermo, el heredero al trono británico … todo parecía una versión trágica de Príncipe y Mendigo.
La muerte de Alfie y, precedentemente, las de otros bebés en situaciones similares como Charlie Gard e Isaiah Haastrup marcan etapas progresivas de un retroceso en la valoración de la vida humana y un acercamiento al Estado totalitario que podríamos resumir brevemente así:
- Primer paso: despenalización del aborto. En esta etapa, que es la actualmente vigente en nuestro país, solo la madrepuede decidir interrumpir la vida del hijo o hija no nacido.
- En un segundo momento, se llega a lo que ocurre, por ejemplo, en Bélgica, donde la legislación permite suprimir también a los recién nacidos, pero siempre exigiendo el consentimiento de los padres.
- El tercer paso es lo que sucede en Gran Bretaña: eliminar al bebé de pocos meses sin y contra el parecer de los padres. Lo que importa es la opinión de los médicos y del juez.
En la primera fase, el caso del aborto, la calidad de vida suele ser el criterio para proceder a la supresión de la hija o el hijo no nacido aún. Pero esa calidad de vida está, en la mayoría de los casos, referida a la madre, a su salud psicofísica. En cambio, con las sentencias inglesas en los casos de Charlie Gard, Haastrup y ahora de Alfie, y con las legislaciones que permiten la eutanasia también a los menores, el criterio de la calidad de vida útil se refiere ya no más a la madre, sino al mismo niño. Y, ante eventuales malformaciones en el bebé, no es la madre quien decide –como en el aborto- suprimir o no esa vida, sino que es el Estado.
Esta transición en el motivo que legitima la supresión de una vida demuestra que lo que realmente importa es quién decide si una persona debe morir o vivir. La calidad de vida es un mero pretexto. Ya que, si permitimos ahora esto –la calidad de vida como criterio para decidir eliminar o no a una persona—, mañana los criterios pueden ser perfectamente otros: insostenibilidad económica de algunos pacientes, falta de productividad de otros, control de los nacimientos, impedir que se transmitan algunas patologías (o características: color de piel, estatura…) a otras generaciones, etc. Ahora los jueces ingleses se basan en un supuesto “mejor interés del niño”. Más adelante puede ser el mejor interés económico, el mejor interés de la nación, el mejor interés de la salud de los ciudadanos. A esto lleva el utilitarismo ético.
Estamos participando –me temo que demasiado pasivamente- en una batalla entre concepciones diametralmente opuestas sobre la vida y sobre el rol del Estado. Entender la vida como algo que hay que respetar desde la concepción hasta la muerte natural o entenderla como dependiente de su eficiencia y capacidad de hacer, lleva a dos modos distintos de tratar a un enfermo: si se cree que, debajo de cierto estándar la vida no tiene valor ¿quién va a seguir gastando dinero por algo que no vale nada? Y no se protege el deber-derecho de los padres de cuidar y educar a los hijos, que está recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el Pacto de San José de Costa Rica y en nuestra Constitución. Los padres, la familia, son el primer escudo de la persona ante el Estado totalitario: el desconocimiento de este derecho fundamental es el más claro síntoma de totalitarismo.
Mons. Carlos M. González Saracho.
Fuente Contenido e Imagen: Opus Dei Uruguay. https://opusdei.org