La fe cristiana, específicamente la fe que se fundamenta en la tradición protestante, tiene como uno de sus baluartes la libertad; las acciones de Lutero fueron las primeras manifestaciones del espíritu propio de la modernidad que iba a configurarse en los siguientes siglos como una emancipación de toda fuente divina de autoridad en el hombre. El espíritu de la modernidad está impregnado por la subversión de los órdenes establecidos, y el primer orden subvertido, sin duda, fue el orden clero/pueblo. La Reforma vació de poder a las élites clericales de la Iglesia católica y rompió con las estructuras de pensamiento que dominaban a los hombres. La posterior aparición del Sujeto y la ilustración le deben mucho a esta primer fisura que causó el protestantismo en el Antiguo régimen. Pero la libertad en el cristianismo no aparece con la Reforma, sino que esta la reivindica luego de siglos de opresión religiosa.
Ante la innegable relación entre la libertad y el protestantismo, y el hecho de que la libertad de culto y de conciencia tiene su fundamento en la Reforma, cabe preguntarnos por qué la cristiandad contemporánea es tan hostil al momento de reconocer la libertad en otros grupos sociales que pretenden vivir y pensar de una manera diferente. En síntesis, por qué el cristianismo resiste la pluralidad propia de nuestra sociedad posmoderna cuando esta no es más que un reflejo de la libertad conquistada en los últimos cinco siglos de la historia de occidente y que a su vez tiene sus orígenes en la Reforma protestante. Hegel ya había advertido que la otra cara de la libertad es el terror, en el sentido de que la libertad que conquisto para mí no necesariamente la conquisto para el Otro, es decir, para el diferente. La tradición cristiana conquistó la libertad de conciencia del individuo que estaba sometida al poder de la Iglesia católica-medieval, no obstante hoy se niega a reconocer esa misma libertad de conciencia en grupos sociales que han sido sometidos por el estatus quo occidental hasta hace no más de 50 o 60 años. Esto quizá sea la más grande traición a uno de los principios fundamentales del cristianismo: que Dios hizo a todos los hombres y mujeres libres.
La cristiandad suele ver con ojos hostiles la pluralidad pues esta trae consigo un elemento que en los tiempos post-reforma ha sido eliminado paulatinamente de la Iglesias protestantes: el diálogo. El diálogo, en cuestión como instrumento de consenso de las múltiples interpretaciones y movimientos espirituales que surgieron en este periodo no fue posible dado que cada movimiento hizo de su hermenéutica bíblica la Verdad del cristianismo. Y como la Verdad en el ideal cristiano siempre se ha presentado como única, cuando cada una de las ramificaciones de la Reforma se autoproclamó como Verdad, al mismo tiempo se excluyeron entre sí. Las tradiciones calvinista, luterana, bautista, pentecostal y demás estarían dispuestas a aceptar tres o cuatro principios compartidos mutuamente, pero en lo que concierne a las diferencias interpretativas de la biblia no están dispuestas a reconocer a otras interpretaciones como eso, es decir, como “interpretaciones”, sino que cualquier interpretación que difiere de la propia es exclusivamente estar equivocado y haber caído en el error. La cristiandad ve la multiplicidad interpretativa no como una validez propia de la hermenéutica sino como una lucha entre interpretaciones para que una sola termine dominando y posicionándose como la ortodoxa Verdad. ¿Estarán aquí los orígenes de una falta de capacidad dialógica?
Cualquiera que se atreva a salir de la dicotomía religioso/secular -al principio con mucho esfuerzo- se dará cuenta que hay una gran inconsistencia entre cómo la sociedad interpreta la expresión religiosa de la cristiandad, y en cómo la cristiandad interpreta la expresión cultural contemporánea. Una inconsistencia que despierta rispideces, tensiones, y en ocasiones violencia entre una comunidad de personas que creen en un Dios trascendente y personal y entre una comunidad de personas que no creen en el mismo. Cuando salirse de esta dicotomía le es posible a alguien, sea cristiano o no, las inconsistencias salen a la superficie sin demasiado esfuerzo. El cristianismo -si cometemos la injusticia de la generalidad pero legitimada en lo predominante-, o si queremos ser un poco más precisos, el grueso del cristianismo, interpreta la cultura actual como una cultura hostil a su fe, como una amenaza latente al poder vivir la fe en su plenitud o como un agente de contaminación moral. Por otro lado, la cultura secular progresista -esto deja afuera al conservadurismo- interpreta la fe cristiana como un peligro para el progreso de derechos de las minorías que hoy se encuentran en pugna de una batalla por conquistar en el espacio público reconocimientos que entienden la sociedad occidental moderna les negó por mucho tiempo. ¿A qué se debe esta inconsistencia interpretativa de ambos lados? ¿Es posible superar la dicotomía?
La inconsistencia es entre lo que el cristianismo es en-sí, sustancialmente, como esencia, y lo que la sociedad plural interpreta; y por otro lado, entre lo que es en-sí la sociedad plural como expresión sociocultural y lo que el cristianismo interpreta de la misma. La esencia del cristianismo no representa un peligro para la libertad ni mucho menos. El cristianismo ha sido la primera expresión de conjugación entre la divinidad y lo humano (en Cristo-Hombre) dignificando al Hombre y proveyéndole de la plena libertad para su realización. Una y otra vez, el Nuevo testamento reafirma la condición de seres libres con la que se concibe a los seres humanos desde la antropología cristiana. Por supuesto, no podemos negar que expresiones de la Iglesia, morales y políticas han negado esta libertad en otras épocas y aún hoy. ¿Pero es esto cristianismo en esencia? La lucha por la libertad ha sido la lucha de cristianos devotos como los pre-reformadores como John Wycliffe, John Hus, William Tyndale; de los quietistas y místicos como Miguel de Molinos y Madame Guyon, y sin duda de Martín Lutero y Soren Kierkegaard. ¿Cómo es posible que ante un legado tan fuerte el cristianismo contemporáneo haya devenido en algo antagónico a la libertad?
Por otro lado, la sociedad plural en la que hoy vivimos, más allá de las terminologías, los teóricos sociales coinciden en que es una sociedad multicultural debido quizá, a grandes rasgos, a dos factores importantes. Por un lado, la uniformidad de la modernidad ha devenido en multiformidad, sea que los justifiquemos con el fin de las utopías como lo hacen los posmodernos o no, es una realidad empíricamente irrefutable. Al mismo tiempo, esta multiformidad se hace mucho más visible en la esfera pública por la reciente revolución informática. Hoy ya no es posible ignorar nuestras diferencias como sí lo hubiera sido en otro tiempo. Con un simple click de mouse entramos en contacto, en una realidad que nos posibilitan las redes sociales, con personas que poseen cada una visión particular del mundo y de la vida. ¿Cómo lidiar con el pensamiento antagónico?
Del “lado” cristiano, se interpreta a esta sociedad plural como hostil para una plena realización de la vida espiritual. ¿Es esta visión ajustada? A mitad de siglo pasado escribía Sartre en su gran obra El ser y la nada: “Así, el acontecimiento puro por el cual la realidad humana surge como presencia al mundo es captación de ella por Sí misma como su propia carencia. La realidad humana se capta en su venida a la existencia como ser incompleto.” La concepción del Hombre moderno como autosuficiente, pasada por el tamiz del pensamiento postmetafísico del siglo XX, ha devenido en el reconocimiento de que el Hombre es “carencia”, un ser “incompleto”. ¿No es este “vacío” el que el cristianismo ha predicado por siglos que solo puede llenar Dios? ¿Por qué la cristiandad interpreta la cultura actual como hostil a la realización espiritual cuando la “carencia” humana hoy está en busca de plenitud? Analizar el origen de algunos de los mitos que han dado lugar a tanta confusión es la utopía de este escrito.
Uno de los rasgos esenciales de la globalización es el hecho de que las barreras del espacio y el tiempo, que mantenían separadas, y a su vez “conservaban” las estructuras mentales propias de cada cultura, han sucumbido, debido al avance de las tecnologías de la comunicación y el transporte. Hoy, diferentes concepciones del mundo, interpretaciones, estructuras culturales manifestadas a través del lenguaje fáctico, verbal y escrito, se encuentran desnudas las una delante de las otras. Estas concepciones del mundo se ven forzadas por la globalización a interactuar entre sí, sin tener un marco en común, un método hermenéutico para interpretarse de manera comprensiva. ¿Por qué el Otro ve el mundo como lo ve? ¿Sobre qué está parado para ver las cosas de tal y tal manera? La experiencia del encuentro entre diferentes concepciones del mundo se vive como una experiencia traumática.
Hasta nuestra era, el espacio y el tiempo habían funcionado como elementos de “protección” y “conservación”. Occidente logró vivir de una manera hermética su propia vida sociocultural por siglos, hasta el punto de hacer de la experiencia de su cultura la totalidad de la cultura universal. Gradualmente a medida que la modernidad avanzó y surgieron las revoluciones tecnológicas del siglo pasado, Occidente “sufrió” la experiencia traumática de encontrarse con el hecho de que su cultura no era universal ni homogénea. No era universal dado que la existencia de culturas no-occidentales milenarias hoy es innegable y no era homogénea puesto que mismo dentro de Occidente se ha dado lo que los teóricos contemporáneos han llamado fragmentación. Otra característica importante de nuestra era es el predominio de la razón instrumental en nuestras relaciones interpersonales, laborales, familiares y hasta en la dimensión de la educación. La técnica, esto es, el dominio del hombre sobre la naturaleza mediante el progreso científico-tecnológico se ha vuelto la forma por antonomasia en cómo nos relacionamos con todo lo ente.
La fragmentación o el fin de los metarrelatos como la ha llamado Lyotard, no debería entenderse como el fin de la historia al estilo de Fukuyama, sino más bien como el hecho de en nuestras sociedades modernas las creencias todas tienen el mismo valor y legitimidad. En tiempos pre-modernos existía algo así como una jerarquía piramidal de creencias. En la cúspide de la pirámide se encontraba la religión católica. Con el advenimiento de la ilustración, el marxismo y el liberalismo aparecieron en escena como ocupantes de esa cúspide también. En el siglo XX, tras las críticas de Nietzsche y Marx en el siglo XIX, y de Adorno y Horkheimer a principios del siglo XX, la jerarquía piramidal se derrumbó. Las creencias, ahora cohabitan todas en una estructura horizontal, desprovistas de verticalidades, lo que les da valía y legitimidad a todas por igual. La fragmentación no es más que la equidad de legitimidad de las creencias.
Sería insensato negar que esto ha traído nuevos conflictos socioculturales. Ideas que en otro tiempo tuvieron un poder tan grande sobre la conciencia colectiva hoy son una opción más, cosa que difícilmente sus adeptos estén dispuestos a aceptar. Y por otro lado, creencias que nunca ocuparon un lugar de poder, ante la innegable destrucción de la jerarquía piramidal de ideas, ven la oportunidad de empoderarse. La sociedad plural en la que hoy vivimos, más allá de las terminologías, los teóricos sociales coinciden en que es una sociedad multicultural debido quizá, a grandes rasgos, a dos factores importantes. Por un lado, la uniformidad de la modernidad ha devenido en multiformidad, sea que los justifiquemos con el fin de las utopías como lo hacen los posmodernos o no, es una realidad empíricamente irrefutable. Al mismo tiempo, esta multiformidad se hace mucho más visible en la esfera pública por la reciente revolución informática. Hoy ya no es posible ignorar nuestras diferencias como sí lo hubiera sido en otro tiempo. Con un simple click de mouse entramos en contacto, en una realidad que nos posibilitan las redes sociales, con personas que poseen cada una visión particular del mundo y de la vida. ¿Cómo lidiar con el pensamiento antagónico?
Con la agudización de la globalización en la última debido a la aparición de las redes sociales y los teléfonos inteligentes (smartphone), la fragmentación se ha hecho mucho más visible. Las redes sociales se han constituido en un espacio público donde cada “fragmento” lucha por imponer su visión del mundo en todo tipo de temas: política, economía, sexualidad, etc. Y esta lucha se vive como una experiencia traumática, puesto que pareciera irresoluble. Es como una “herida” incurable en nuestra civilización. La “cura” alguno creen sería destruir la pluralidad y establecer un pensamiento hegemónico; otros, piensan que la cura sería algo así como “la tolerancia”, pero cualquiera de estas dos posibles soluciones dejan mucho que desear. La primera, llevaría a un totalitarismo ideológico, y la Historia ya nos ha enseñado las consecuencias de esto. La segunda opción, con tintes más democráticos, carece de realismo y se asemeja mucho a una utopía. Seguramente, en muchos aspectos, con mucho esfuerzo se podría llegar a consensos que permitan una pluralidad equilibrada, no obstante, hay temas que son innegociables para las diferentes partes que conforman la sociedad plural, y en eso casos ya no sería suficiente la tolerancia ni el consenso. ¿Cómo podemos abordar esta problemática entonces?
Es importante entender que la polarización que es pluralidad sin unidad, tiene sus sostén en el principio de no contradicción que atraviesa a toda la ciencia tecnológica de nuestro tiempo: A=A. Esta lógica de pensamiento está tan instalada en nuestra conciencia que nos es muy difícil salirnos de la misma. Las cosas son “así o asá” y ni “así” o “asá” están dispuestos a optar por una tercera vía dado que eso sería renunciar a sí mismo. El filósofo que más ha intentado de salirse del principio de no contradicción junto con Heráclito quizá haya sido Hegel. En su Ciencia de la lógica escribe que el puro ser es nada, y estos en una instancia de superación se unen en el devenir. Es imprescindible entender que para Hegel la superación no significa “algo mejor”, sino un nuevo estadio de cosas, en donde dos opuestos logran conservarse en la unidad. Para Hegel lo finito y lo infinito se superan en Cristo-Hombre, puesto que Cristo es todo hombre y todo Dios. Quizá repensar la dialéctica hegeliana nos pueda ayudar a abordar los antagonismos de nuestro tiempo que tanta violencia nos está costando.
Por otro lado, el predominio de la razón instrumental, y esa voluntad de poder que bien describió Nietzsche en el siglo XIX, permean todas las relaciones humanas que hoy experimentamos. Nos relacionamos con las personas de igual manera que nos relacionamos con las cosas, es decir, con afán de dominar, utilizar y descartar. Nos relaciones con todo lo ente de la misma manera, sin distinguir entre entes para-sí, entes en-sí, como bien lo hizo Sartre y la tradición existencialista a mitad de siglo pasado. Nos relacionamos con los otros seres humanos, que son seres “abiertos”, “eyectados”, es decir, pura posibilidad y contingencia, de la misma manera que nos relacionamos con cosas inorgánicas. La mentalidad lógico-matemática va ganando terreno cada vez más en los aspectos más humanos de nuestra existencia. Nuestra incapacidad actual de establecer relaciones profundas -y por profundas me refiero que satisfagan esa necesidad del Hombre de compartir la vida con otros en su plenitud- se manifiesta en la constante apelación a las relaciones digitales que prescinden de lo personal, del encuentro de los rostros y de compartir la interioridad entre las personas.
Lejos de querer buscar una solución a los conflictos planteados, el presente artículo es una invitación a dialogar y reflexionar, entendiendo al diálogo como dos lógicas de pensamiento que intentan interpretarse, y a la reflexión como el diálogo con uno mismo, un acto de reflejar su conciencia en el “espejo” de una conciencia duplicada a fin de pensar sobre sus propios pensamientos.
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