La convocatoria de Cecilia Durán Mena es al pensamiento, la reflexión, y al disfrute del buen texto. En esta ocasión bajo el título “Entre lo real y lo mágico”.
“No es arriesgado afirmar que la belleza de un libro reside en la capacidad que tiene de sorprender al lector, sí, pero también de hacerlo entrar en una especie de fantasía que puede ser tan real como conocida. Desde los comentarios del Inca Garcilaso hasta los villancicos de Sor Juana Inés de la Cruz, existe una esencia singular que nos cuenta algo que ya sabíamos. Se trata de una especie de hilo conductor que teje la unión entre lo que ya sé y lo que el autor me quiere contar.
Esa asimilación de la trama de una novela, del ritmo de un poema o del personaje que sentimos nuestro es el principal alimento de la Literatura. Entre lo real y lo mágico hay una delgada línea divisoria que a veces nos confunde y otra nos hechiza.
Pareciera que el mayor gusto de la Literatura se da al recoger el clamor y el rumor de los pueblos. Autores, cuentistas, novelistas y poetas se han congregado lo mismo en torno al grito desesperado de la gente ante las situaciones de injusticia que al susurro de lo que sucede en la vida todos los días. Lo importante es tocar al lector, provocarlo y hacerlo sentir. Llevarlo a un mundo nuevo en el que encuentra elementos conocidos es convertirlo en el investigador que busca en el texto sus señas de identidad, lo mismo da si son ciertas o imaginarias.
Esa concordancia entre lo real y lo mágico, entre el texto y la vida misma, genera el vínculo de unión tan buscado y anhelado entre el que lee y el que escribe. Por eso, no nos son ajenas las palabras de Miguel Ángel Asturias “Amanecía. Delante de las puertas de los templos todos se quitaban el sombrero.”(El señor presidente, p.300), ni nos resultan lejanas las de Alfonso Reyes “¡Qué bien armonizan con la flor la sonrisa y el sollozo del indio!” o sentimos que nosotros mismos pudimos haber dicho las de Mario Vargas Llosa “… civilizar a los chunchos, compadre. ¿Cómo?
¿Metiéndolos de soldados? ¿Obligándolos a cambiar de lengua, religión, costumbres? (El hablador, p.28)
Úrsula Iguarán es un personaje de ficción de la novela Cien años de soledad, una mujer fuerte que muere completamente ciega a una edad muy avanzada, entre los ciento quince y los ciento veintidós años. Había perdido la cuenta de su edad ocupada en cuidar a su familia. El personaje de Gabriel García Márquez se parece tanto al de Jesús, la nana de mi padre. Ella también murió de más de cien años de edad y tampoco supo cuántos tenía cuando la encontró la muerte.
Así como Úrsula, Jesús fue una mujer laboriosa, activa y defensora de los niños que le tocó cuidar. Los formó y los ayudó a crecer. Con los años se volvió etérea, casi fantasmal, como si caminara adherida a las paredes. En los últimos años de vida le fallaron los ojos. Y, aunque se quedó ciega, siempre supo quién se acercaba a su cama a saludarla. Aún y con las fallas de la mente por su avanzada edad siempre supo qué hacía cada miembro de la familia.
Mi bisabuela, su primera patrona, antes de morir le encargó a su único hijo. Yo creo que por eso vivió tantos años. Se le escondió a la muerte hasta que mi abuelo partió de este mundo.
Entonces, quince días después del entierro, se dejó llevar al cielo.
Jesús podría ser el personaje de una novela, sin embargo, fue un personaje de carne y hueso. Un ejemplo de que la línea entre lo real y lo mágico es muy delgada, esa que a veces confunde y casi siempre nos hechiza”.