La pluma y el corazón, la sensibilidad a la hora de transmitir una vivencia especial, son compartidas una vez más por la escritora Cecilia Durán Mena para Sociedad Uruguaya. En este caso, su trabajo se titula “La mujer de la farola”.
“Está parada debajo de la farola frente al Templo de Santo Domingo de Guzmán. Lleva ahí desde que la luz del sol empezó a iluminar la mañana, y sigue ahí cuando se enciende la luminaria artificial. Ha visto pasar a la gente que entra y sale del templo. Se ha tropezado con los lugareños que pasan corriendo a persignarse y con los turistas que vienen a conocer la máxima expresión del churrigueresco mexicano. Nadie parece notarla. Unos porque están tan acostumbrados a su presencia que ya ni la ven, otros porque el oro del templo los deslumbra, y algunos más, sencillamente no les gusta ver.
Con trabajos mide un metro y medio. Lleva un vestido con dibujos de flores con tallos espinosos manchado de grasa. A pesar de la temperatura, usa un suéter grueso, de lana rasposa y una vieja pañoleta amarrada en la cabeza. En el rostro se adivinan los huesos bajo una piel quebradiza del color de tierra.
—Seño’, ¿una monedita?
Nadie la atiende. Camina dando vaivenes. Las piernas parecen tatuadas por una red de venas inflamadas. La sangre que se le agolpa en los talones y no logra fluir; se atora y forma una mancha morada —casi negra— oculta entre los pliegues de los pies. Piel que se desborda sobre un par de zapatos sumamente desgastados. Se apoya en la farola. Extiende el brazo y abre una mano.
—Patrón, una caridad…
El hombre pretende no escucharla, acelera el paso, marca con mayor firmeza las zancadas y comienza a silbar al momento de pasar frente a ella. Ni siquiera la mira; pasa de largo sin notar que a la mujer le pesa estar parada ahí. No imagina el tamaño de las ampollas que tiene en las plantas de los pies.
—Señor, por caridad…
La escucha pero no se detiene. No mira atrás, aunque sabe que ella intenta dar un paso para aproximarse.
—Un pesito, una caridad… —lo mira con tanta esperanza, con tanta atención.
Se para en seco. Rebusca en los bolsillos del saco, del pantalón, abre el portafolio, lo apoya del otro lado del farol. Vuelve sobre sus pasos. Pasa frente a ella una vez más.
—Oiga, joven … —él no nota el cambio de tono.
La mujer intenta aproximarse. Él piensa que tratará de jalarle la manga del saco.
—¡No! —dice éste, y da un brinco.
Arruga la nariz. Tuerce la boca. Pone las manos frente a ella, como un par de escudos protectores, como una forma para delimitar una frontera. Quiere evidenciar las diferencias con una barrera. Siente algo. Se palpa el pecho. Ahí está. Saca el teléfono del bolsillo de la camisa.
Sonríe y lo besa.
—Joven, mire…—insiste con un hilo de voz.
El hombre la ignora, sigue sus pasos. Silba y no mira hacia atrás. Desaparece por la calle de Berriozábal. Será hasta mañana que se dé cuenta que dejó el portafolios recargado debajo la farola frente al Templo de Santo Domingo de Guzmán”.
Cecilia Durán Mena. ceciliaduran@me.com