Una vez más, la interesante presencia de Cecilia Durán a través de su pluma, esta vez, para compartirnos “Leer: entre la voz y el silencio”.
“Leer es dejar que la mirada recorra los renglones de la página escrita y permitir que el alma reciba, a través de los signos, las palabras de alguien más. Es un acto íntimo y cotidiano. La asociación entre la lectura y el silencio es para nosotros en el siglo XXI un evento automático. Un lector de nuestro tiempo buscará un ambiente sosegado y hasta solitario para disfrutar leyendo. Lo sorprendente es que no siempre ha sido así. La lectura en silencio es una adquisición histórica relativamente reciente.
De hecho, la lectura en voz alta precede a la lectura silenciosa. En el pasado, leer era un privilegio reservado a unos cuantos, pocos sabían hacerlo. Por ello, antes del siglo XV, el acto colectivo de recitar en voz alta un texto frente a una audiencia, generalmente iletrada, era la práctica común. Gracias a Gutenberg y la imprenta de tipos móviles, el acontecimiento de la lectura se generalizó y el conocimiento de los textos en silencio ganó terreno, pero antes, leer era un acto comunitario en el que se transmitía conocimiento y generalmente la instrucción era de tipo religioso.
La práctica de leer con los ojos no parece haber ganado popularidad sino hasta muy avanzado el siglo XV. Sin embargo, el primer testimonio de lectura silenciosa lo da San Agustín de Hipona en el siglo IV quien se asombra al ver a San Ambrosio, su maestro, leyendo en soledad y en absoluto silencio. Con palabras de sorpresa describe, “Cuando leía sus ojos se desplazaban sobre las páginas y su corazón buscaba sentido pero su boca y lengua no se movían; puede ser que le moviera a ello el cuidado de su voz”.
San Ambrosio causaba escándalo por leer en silencio en público, no en voz baja, en absoluto sigilo. Era como si su maestro estuviera dedicado al desciframiento de un códice, se arropaba en un ambiente de concentración casi meditativo para abandonarse al acto de leer. La sociedad de su tiempo, acostumbrada a la oralidad y a la vida comunitaria, no comprendía la separación entre el lector y los demás.
Se conoce a San Ambrosio, obispo de Milán, como el padre de la lectura en silencio.
Semejante ocurrencia se contraponía con la tradición y cultura oral de sus tiempos, pero su propuesta logró llenar un vacío que planteaban ciertas necesidades intelectuales. Fue, sin duda, una innovación extraña para su época, en la que todo debía tener un beneficio social. El prestigio de la palabra sonora fue vencido por la voz anónima de un narrador que se encarga de dar voz a los textos en forma íntima. Frente al alto valor emocional de la narración viva, la lectura en silencio no tenía razón de ser.
Sin embargo, como sucede a menudo, no fue el inventor el responsable de la popularidad de su idea. San Ambrosio vivió en el siglo IV de nuestra era. Las huellas de la lectura en voz alta continuaron por años a lo largo de la Edad Media y hasta después del Renacimiento. Las grandes obras de la Literatura que antes eran dadas a conocer en voz alta, empezaron a ser disfrutadas en la individualidad. El recogimiento propiciatorio de la soledad y el silencio obligaban a dirigir el pensamiento a los campos de la reflexión y obligaba por lo tanto al discernimiento coherente del mensaje.
Si la lectura en voz alta propicia la convivencia y el conocimiento masivo, la lectura
silenciosa propicia el dialogo con uno mismo. Optar por la voz o el silencio es elegir entre la voz pública o la voz interior”.