Hace 150 millones de años el departamento de Tacuarembó era parte del Desierto de Botucatú, un ambiente árido pero que contaba con lagos y ríos asociados. Se extendía por territorio americano y africano, cuando los continentes estaban unidos. Al costado de la Ruta 26 quedan recuerdos de la gigantesca fauna que habitaba el lugar. En el año 2009, investigadores de la Facultad de Ciencias encontraron una extraña estructura en el terreno expuesto al costado de la ruta. Pronto supieron que habían encontrado algo inédito en nuestro país: huellas de dinosaurios.
Una edición especial de la publicación electrónica Noticias de ciencia, tecnología e innovación da cuenta del hallazgo contextualizándolo histórica y geograficamente. A continuación reproducimos el artículo, escrito por Andrés Rinderknecht, investigador docente de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, y responsable del Departamento de Paleontología del Museo Nacional de Historia Natural.
Cuando pensamos en un fósil seguramente estemos imaginando algo viejo, tan viejo que quizás la palabra más adecuada para definirlo sea la palabra «antiguo». En mis charlas sobre Paleontología la asociación entre el concepto de fósil y de algo antiguo es inequívoca y se repite en todo tipo de públicos, desde los niños de la generación «Discovery Channel» hasta los adultos más «antiguos». Es que hoy la cultura ha asimilado el concepto de que la vida en la Tierra es antiquísima y que existen restos de plantas y animales que tiene tanto tiempo que han terminado convertidos en piedra. Sin embargo esto no siempre fue así, ya que si pudiéramos dar las mismas charlas de divulgación en el siglo XIX, por ejemplo, nos daríamos cuenta que los conceptos de fósil y de paleontología no estaban aún suficientemente conocidos.
Tanto es así que durante muchísimos siglos el ser humano trató de explicarse el porqué aparecían en determinados lugares esqueletos convertidos en piedra, dientes gigantescos en el fondo de algún mar o caracoles en la cima de una montaña. Las explicaciones dadas según los diferentes casos iban desde lo ingenioso y creativo hasta lo verdaderamente ridículo. Así es que tenemos historias de lentejas gigantes en los desiertos de Egipto (el alimento de los gigantes que tenían que haber construido las pirámides), lenguas petrificadas de serpientes, cíclopes en la antigua Grecia y gigantes sudamericanos que al no tener mujeres terminaron enamorándose entre ellos causando la furia de Dios. Hoy sabemos que la vida en la Tierra tiene miles de millones de años de antigüedad y que los fósiles son los testimonios que han dejado los organismos a lo largo de las distintas eras geológicas.
Sin embargo, una cosa es tener una idea de lo que es un fósil y otra es saber realmente en profundidad de lo que estamos hablando cuando nos referimos a este tipo de objetos. Un fósil es cualquier evidencia de vida del pasado geológico de la Tierra; esto quiere decir que cualquier resto orgánico (sea una hoja, un hueso, una bacteria, un grano de polen, etc.) que tenga más de diez mil años (este es el tiempo que se considera el límite geológico entre el presente y el pasado) es un fósil.
Pero como un fósil es «evidencia de vida» nosotros no necesariamente tenemos porqué encontrar los restos de un organismo antiguo para decir que encontramos un fósil, ya que cualquier rastro sobre el cual yo pueda deducir la existencia de algo vivo también es un fósil. A manera de ejemplo: el excremento prehistórico (los paleontólogos tiene una preciosa y graciosa palabra para definir este tipo de fósiles: «coprolitos») es un fósil ya que es evidencia de vida, aunque un coprolito no sea parte integral del cuerpo de una animal como si lo pueden ser un hueso o un caparazón. También existe otro tipo de fósiles que pueden conservarse y que se denominan icnofósiles. Este último tipo de fósil fue el que apareció hace un par de años de manera inesperada en el Departamento de Tacuarembó.
El 12 de octubre del año 2009 los investigadores de la Facultad de Ciencias Daniel Perea, Pablo Toriño, Valeria Mesa, Andrea Corona y Lucía Samaniego, buscaban fósiles al costado de la ruta 26, a unos 262 Km de Montevideo, cuando uno de los integrantes del grupo (Lucía) notó una extraña estructura en el terreno expuesto al costado de la ruta. Era una especie de círculo de unos 40 cm. de diámetro difícil de apreciar al principio pero que se diferenciaba del resto del sedimento gracias a que tenían un color algo diferente; la sorpresa y emoción vino después, cuando el grupo de investigadores se dio cuenta que a unos pocos centímetros del primer círculo había otro y luego otro y así, hasta contabilizar unos 15 círculos que estaban alineados formando un rastro de unos 15 metros de largo. A los pocos minutos no quedaron dudas de que habían encontrado algo inédito para nuestro país: huellas de dinosaurios.
Como si esto no bastara, poco tiempo después aparecieron otras huellas en el yacimiento, esta vez realmente gigantescas. Cada una de estas pisadas tenía un metro de diámetro y se pudieron contabilizar unas 17.
Cuando un organismo deja algún tipo de pisada, huella o similar y dichos rastros se preservan por al menos diez mil años se dice que ese tipo de fósil denomina Icnofósil; por lo tanto un icnofósil puede ser la marca que dejó en el barro un antiguo gusano, la pisada de un dinosaurio, el nido de alguna avispa primitiva o la madriguera cavada por cierto mamífero prehistórico.
En nuestro caso particular se trataba de las pisadas de dos dinosaurios saurópodos (grupo que incluye los grandes dinosaurios herbívoros de cuello y cola muy largas) que caminaron por el medio de un gran desierto hace unos 150 millones de años. En esa época nuestro país estaba poblado por gran cantidad de dinosaurios, tiburones de agua dulce, peces «pulmonados», tortugas y cocodrilos.
Los sedimentos que permitieron que se preservaran los restos de todos estos animales pertenecen a la «Formación Tacuarembó» y son terrenos que se depositaron en un ambiente árido, con dunas e interdunas además de lagos y ríos asociados. Este ambiente es el que formaba el Desierto de Botucatú, el cual también se ha registrado en África. Esto último se debe a que hace 150 millones de años Sudamérica y África aún permanecían unidas como una única masa continental.
Poco sabemos del aspecto, el tamaño y los hábitos de los dinosaurios que dejaron sus huellas al caminar por entre las dunas de nuestro antiguo desierto ya que hasta el momento son las huellas las únicas evidencias de que nuestro país estuvo habitado hace 150 millones de años por saurópodos (en otras formaciones geológicas nacionales de menor antigüedad sí se han encontrado huesos de saurópodos).
Podemos deducir (estudiando la distancia entre huellas) que caminaban muy lentamente (algo esperable en animales tan grandes) pero este descubrimiento es solo la punta del iceberg ya que en la zona del hallazgo existen muchos terrenos que podrían tener más huellas y que hasta el momento están tapados. De hecho, un estudio más detallado de la zona reveló la existencia de una pisada de un «hornitópodo» (grupo que incluye a los dinosaurios «pico de pato») y la de un «terópodo» (dinosaurio carnívoro).
Considerando la importancia científica del lugar y la gran potencialidad que esta tiene para realizar actividades de educación formal y no formal, en estos momentos se están realizando las gestiones para declarar este yacimiento como «Monumento Histórico Nacional», el primer sitio paleontológico del país en ser categorizado como tal.
Fuente Contenido: Universidad de la República. www.universidad.edu.uy
Fuente Imagen: dicyt.gub.uy
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