OBLIGATORIEDAD DE LOS DEBATES PRESIDENCIALES

PROYECTO DE LEY.

Artículo 1º.- Declárase de carácter obligatorio la realización de un debate entre los candidatos a la presidencia de la República por los partidos políticos que participen por cada una de las elecciones previstas en los artículos 77, numeral 9º, y 151 de la Constitución de la República, con los criterios establecidos en la presente ley.

Artículo 2º.- La transmisión de los debates a los que se hace referencia en el artículo 1º se realizará por los canales de televisión y las radioemisoras que los participantes acuerden entre sí y con los permisiarios del caso.

De no existir acuerdo los debates serán transmitidos por Televisión Nacional Canal 5, los canales que retransmiten su señal y las radioemisoras pertenecientes al Sistema Oficial de Difusión, Radiotelevisión y Espectáculos (SODRE).

Los debates deberán transmitirse en vivo y en horario central.

Artículo 3º.- La organización de los debates corresponderá a la Corte Electoral, la que en acuerdo con los participantes y el o los moderadores determinarán las reglas con las cuales se realizarán.

Sin perjuicio de lo precedente, se establece que:

a) Los debates deberán destinar como mínimo un bloque, de por lo menos la misma duración que los restantes, a la realización de preguntas de el o los moderadores.

b) El o los moderadores serán seleccionados entre periodistas de reconocida trayectoria y prestigio profesional.

c) La fecha de realización de los debates se fijará a partir de la fecha establecida por la Ley para que los partidos políticos puedan iniciar su publicidad electoral y hasta una semana antes de la elección nacional respectiva.

Artículo 4º.- Los debates deberán observar los principios de trato equitativo e imparcial para y entre los participantes.

Artículo 5º.- Los partidos políticos que se nieguen a participar en los debates no percibirán la contribución del Estado para los gastos de la elección nacional prevista en el artículo 20 de la Ley 18485.

EXPOSICION DE MOTIVOS

La ausencia de debates electorales en los últimos años ha convertido a nuestro país en algo excepcional, cuando aquellos son un hecho natural en la mayor parte del mundo democrático. Uruguay es considerado por observadores del exterior como un caso “paradigmático” al no registrarse debates entre los candidatos presidenciales, siendo que somos un país de reconocida cultura democrática. En los países de América Latina donde no existen estos debates son justamente aquellos en los que el sistema se encuentra polarizado, la confrontación alcanza ribetes violentos y los candidatos tienden a no reconocerse mutuamente como legítimos. Son los casos de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Honduras y Argentina[1]. Los uruguayos nos enorgullecemos de vivir en un clima político que puede ser considerado altamente civilizado —especialmente en comparación con los países mencionados— motivo por el cual habría que buscar en otro lado las razones de que estos debates no se hayan producido en los últimos tiempos.

En Uruguay hasta las elecciones de 1994 los debates presidenciales fueron frecuentes, lo que se sumaba a una larga tradición de debates políticos entre las principales figuras de la política nacional durante los períodos interelectorales. En las elecciones de 1999, 2004 y 2009 —incluidos los balotajes de 1999 y 2009— no se registraron debates presidenciales, si bien en la última elección se realizó uno entre los candidatos que en aquel momento no aparecían como los más probables futuros presidentes[2]. Pero, además, tampoco se registran habitualmente y desde hace mucho debates políticos por cualquier tema que hayan involucrado a los líderes de las colectividades principales[3], habiendo, en su lugar, entrevistas personales a los mismos. Por lo tanto, bien puede afirmarse que, lamentablemente, la tradición de debates a primer nivel se ha perdido en Uruguay, luego que el hito de 1980 entre los promotores y opositores a la reforma constitucional autoritaria de la última dictadura, abriera un período de importantes debates, probablemente alentados también por el retorno a la normalidad institucional.

 

Estamos frente a un hecho bastante paradójico ya que en realidad existe un amplio consenso sobre la importancia de los debates políticos en general, como de su subespecie debates electorales, específicamente los presidenciales, tanto a nivel académico como en la opinión pública, incluso en los actores partidarios, los que alejados de las instancias electorales no tienen inconveniente en reconocerlos como una saludable costumbre democrática.

Las elecciones en un régimen democrático son un momento cumbre: estamos eligiendo a quienes gobernaran el país y, con él, nuestros propios destinos, en mayor o menor medida. El Presidente de la República, por otra parte, posee una fuerte dimensión institucional y un importante conjunto de atribuciones, máxime en un régimen de gobierno de impronta presidencialista como el nuestro. Por esta razón, la elección de aquel que ocupará ese cargo requiere que se fundamente en la mayor disponibilidad de información —rica en su formato y plural en los contenidos— a fin de que los ciudadanos puedan ejercer su derecho a elegir con la mayor de las responsabilidades y conciencia posible. Sin duda, es en la generación de los espacios de deliberación ciudadana sobre los asuntos públicos donde la democracia se relegitima: la búsqueda de las mejores al mismo tiempo que más justas decisiones, según la máxima del filósofo estadounidense John Rawls[4].

Es natural que los más interesados en política le atribuyan mayor importancia a los debates y se conviertan en su audiencia segura, aunque la oportunidad de los mismos, por sus propias características y la publicidad con que se les promociona, suele convocar a los sectores menos interesados en lo político. De cualquier manera, siempre quedará a criterio de cada quien, en su libertad de elegir, prestarle atención o no a los debates. Pero lo correcto es que la información se encuentre a disposición para quien quiera acceder a ella[5]. El déficit informativo individual podrá continuar generándose por el desinterés personal pero nunca debería originarse en restricciones políticas de cualquier naturaleza. Incluso sería posible encuadrar a los debates en el marco de la normativa constitucional que refleja los derechos políticos del ciudadano, así como la responsabilidad que les incumbiría a los partidos políticos y por ende a sus candidatos[6].

De las tantas formas de poner a disposición del ciudadano información significativa sobre la contienda electoral, los debates entre los candidatos presidenciales tienen un formato único que ofrece lo que ningún otro puede ofrecer. Sólo en los debates se ubica a los candidatos ante una situación de directa contraposición, en contraste mutuo. In situ se posibilita el cotejo de opiniones y actitudes —sin la necesidad de armar uno mismo el colage— de forma transparente, evidente y sencilla y, lo que es especialmente relevante, con las mínimas mediaciones. Desde otra perspectiva entendemos que los debates presidenciales son una convocatoria a la moderación, a la seriedad y al compromiso. A otros niveles es más factible, quizá, encontrar algún caso donde se deje la prudencia a un lado. Pero a nivel de los candidatos nada menos que a la primera magistratura, una actitud agresiva o intolerante, una pobrísima argumentación y las promesas exageradas pueden tener un altísimo costo para aquel que incurra en estas formulas.

¿De qué depende, entonces, que un debate presidencial se realice o no? Evidentemente de las circunstancias de cada campaña electoral. Lo que sujeta la realización de los debates a los intereses particulares de los candidatos en detrimento de los intereses colectivos, por más legitimidad que se le pueda atribuir a los primeros. Las especulaciones sobre posibles ventajas o desventajas en los mismos jugaron tanto en Jorge Batlle en 1999, Tabaré Vázquez en 2004 y José Mujica en 2009 como para negarse a debatir, así como también los cálculos por la contraria motivaron a quienes los solicitaron infructuosamente en cada oportunidad. José Mujica fue el más honesto al haber afirmado sin tapujos que debatiría sólo si le convenía[7].

Es lógico que el que vaya mejor posicionado en las encuestas considere que corre más riesgos en un debate que el resto. Sin embargo, en un punto este argumento es falaz. No es posible tener la certeza que el candidato mejor posicionado en las encuestas esté exento de riesgos al no debatir, considerando que siempre existe un sector del electorado “indeciso” que está esperando señales para adoptar una decisión por una opción electoral u otra y que puede determinar el resultado según hacia dónde finalmente se vuelque. Por otra parte, tampoco es posible demostrar que el que va segundo (tercero, cuarto, etc.) vaya a salir automáticamente beneficiado del debate. Si es lógico afirmar que los que “corren de atrás” estarán más proclives a asumir riegos. Sin embargo, esto tampoco les garantiza resultados positivos, ya que sus “apuestas”, justamente, pueden también ser muy riesgosas y por lo tanto no obtener los réditos esperados sino todo lo contrario, en beneficio de aquel que en principio decía que sólo tenía cosas para perder. Es decir, si se esgrime la premisa de que la “política es una arte” para justificar que debería haber libertad de poder optar si se participa o no en un debate, deberá reconocerse que ese mismo “arte” torna impredecible sus resultados como para poder remitirse a ese motivo para negarse a debatir. En todo caso, ¿puede considerarse justo que la realización de los debates quede supeditada a la aversión al riego de un candidato?

 

En los hechos, ha habido tantos casos a nivel internacional, incluso en nuestro país, en que los debates presidenciales o su falta pudieron influir en un sentido u otro en el resultado electoral, que resulta imposible hablar de una relación lineal de causa-efecto[8]. Existen muchos otros factores que pueden incidir en los resultados electorales, la mayoría fuera de control de los candidatos.

Pero, además, alarmarse porque los debates presidenciales pueden incidir en la votación es, digámoslo con claridad, un poco tonto: pues sí, es lo que se pretende, que incidan ayudando al elector a la hora de decidir. La pregunta que cabe, en todo caso, es si el tipo de incidencia podría llegar a considerarse negativa por acarrear una mal fundamentada decisión electoral, lo que igual habría que demostrar[9]. Si incide negativamente en un candidato es otra cosa. Puede interesar en lo particular pero no en lo general.

De las críticas que suelen realizársele, este ángulo refiere al análisis de qué es lo que terminan efectivamente comunicando los debates presidenciales, mientras hasta ahora las críticas mencionadas discurrían solo por cuestiones de estrategia. Reconocemos que el enfoque puede considerarse de mayor enjundia y sustancia. Hay quienes entienden que en los debates terminan importando más los gestos y la imagen que las palabras, los contenidos, las ideas, las propuestas[10]. Incluso al interior de lo expresado mediante el lenguaje, la habilidad retórica puede superar a cualquier buena idea. Por estas razones se ha llegado a calificar a los debates como “circo político” o “mediático”.

Es indudable que las virtudes que un candidato exhibe para manejarse en el debate no son necesariamente las mismas que se requieren para gobernar (decimos no necesariamente porque alguien podría opinar que la claridad en las ideas y las reacciones bajo situaciones de tensión bien pueden querer decirnos algo sobre las aptitudes de un candidato). Sin embargo, aún así —nadie puede sostener que esté libre de imperfecciones— el debate presidencial es un formato que nos permite contemplar las distintas posturas y el cómo se exponen. Y, en todo caso, si llegamos a concebir a los debates como una especie de mistificación, engaño o distorsión de la realidad, ¿qué dejamos entonces para la propaganda electoral? No vamos nosotros a desconocer la influencia de las cada vez más sofisticadas y estudiadas técnicas de comunicación política mediante las herramientas tecnológicas[11]. Sin embargo, desde siempre aspectos bastante alejados de las ideas concretas dieron fuerza a los liderazgos. No hay sorpresa, entonces. Hoy como ayer (y como será mañana) elementos como la imagen, la retórica y el carisma, también orientarán el voto.

Los debates presidenciales son comunes en la mayoría de los países de Europa y América Latina, así como en los Estados Unidos, país al que suele considerárselo como una referencia ineludible dada su tradición en la materia. No obstante, con la excepción de México[12], los debates presidenciales no son formalmente obligatorios. Sólo existen normas respecto a partir de cuándo es posible organizarlos, compensaciones en tiempo de publicidad a aquellos candidatos que no sean invitados a debatir por los organizadores y se han dado casos de presentación de recursos ante la Justicia por la exclusión de partidos minoritarios[13]. La cuestión es que a pesar de que jurídicamente no existe obligación, en la mayoría de los países se ha generado con el tiempo una cultura de los debates que han transformado su realización en un requisito informalmente obligatorio. Como es evidente, esto no sucede en nuestro país, pese a las virtudes que se le reconocen y que es muy escasa la oposición a los mismos.

Con este motivo, consideramos necesario declarar la obligatoriedad de los debates presidenciales a fin de que paulatinamente se construya una cultura respecto a los mismos. Quizá en el día de mañana, en Uruguay vuelvan a ser considerados connaturales a las campañas electorales más allá de que estén o no prescriptos. La obligatoriedad conllevará, además, la previsibilidad: todos y cada uno de los candidatos presidenciales sabrán de antemano que deberán participar en ellos, apartándonos de eventuales manejos espurios a la hora de la voluntad o la necesidad de debatir.

El proyecto de ley que tenemos el honor de presentar a esta Cámara contiene las reglas básicas para el armado de los debates presidenciales no considerándose prudente pautar de forma exhaustiva las mismas[14]. Las pautas suponen, por el contrario, un esquema mínimo pasible de desarrollar por acuerdos entre las partes.

Sí consideramos imprescindible establecer dos pautas. Por un lado, la inclusión de un bloque destinado a preguntas de los moderadores ya que la experiencia internacional indica que muchas veces la excesiva rigidez en las reglas —pautadas por los propios candidatos y sus equipos— puede generar una especie de presentaciones individuales del discurso, sólo que en el mismo espacio físico. Por otro lado, especificamos que el o los moderadores tengan que ser periodistas. Otra opción es un moderador que exclusivamente mida el tiempo y le diga al candidato cuándo es su turno para hablar —el moderador “inspector de tránsito”, como se le ha dado en llamar— pero hemos preferido al periodista porque entendemos que por su posible rol “estimulador” podría ser una forma de contribuir a la riqueza del debate.

Fernando Amado

Representante Nacional

Vamos Uruguay

Partido Colorado

[1] “Ola de debates electorales en América Latina. Luces y sombras de un avance democrático”, Fernando Ruiz y Hernán Alberro, Konrad Adenauer Stiftung, 2012.

[2] Los candidatos del Partido Colorado, Partido Independiente y Asamblea Uruguay debatieron en el programa “Uruguay Decide” de Canal 4. Los candidatos del Frente Amplio y del Partido Nacional no aceptaron participar.

[3] La excepción fue el debate entre el Presidente del Directorio del Partido Nacional, Alberto Volonté, y el líder frenteamplista, Tabaré Vázquez, en ocasión del plebiscito por la reforma constitucional de 1996.

[4] “Teoría de la Justicia” (1971).

[5] Los canales suelen ingresar en una competencia por el ratings. En Brasil en 2010 y en México en 2012, a la misma hora que se transmitían los debates, otro canal transmitía un partido de futbol de relevancia. En el caso de Brasil, la audiencia del partido de fútbol supero ampliamente a la que siguió el debate.

[6] “Los partidos deberán (…) dar la máxima publicidad a sus Cartas Orgánicas y Programas de Principios, en forma tal que el ciudadano pueda conocerlos ampliamente”, Sección III “De la ciudadanía y del sufragio”, Capítulo I, Artículo 77, numeral 11 de la Constitución de la República.

[7] “Ultimas Noticias”, 27/5/2009.

[8] En 2008 en Paraguay, Fernando Lugo, después de haber confirmado su presencia, a último momento y con sus competidores en el estudio de televisión esperándolo, se negó a debatir (lo que derivó en una feroz crítica de los periodistas que iban a dirigir el debate) sin consecuencias aparentes. En México (2006), Andrés López Obrador, quien también iba a la delantera en las encuestas, tampoco acepto debatir y, sin embargo, perdió las elecciones. En Uruguay son recordados los múltiples debates del candidato colorado Jorge Batlle en las elecciones de 1989, en la que salió derrotado. Y suele recurrirse al ejemplo del candidato blanco Alberto Volonté que en 1994, en pleno ascenso electoral (algunas encuestas lo daban como ganador) no acepto debatir y perdió las elección. Fue la elección de los debates de Julio María Sanguinetti-Tabaré Vázquez y Juan Andrés Ramírez-Tabaré Vázquez, los últimos por otra parte.

 

[9] Este tipo de razonamiento se encuentra en la base de las teorías elitistas, aquellas que suponen que las cuestiones públicas solo deberían ser manejadas por los “sabios”, los que se creen con el derecho de enmendarla la plana a la ciudadanía.

[10] El ejemplo que siempre se trae a colación es el famoso debate Nixon-Kennedy (1960). Nixon fue considerado el ganador del debate para quienes lo habían escuchado por radio. Pero para los que lo habían visto por televisión el ganador fue Kennedy. La mejor imagen en los aspectos estéticos en general habría hecho la diferencia.

[11] No en vano Giovanni Sartori acuñó el termino “videopolítica” (“Homo videns. La sociedad teledirigida”, 1997).

[12] La Reforma Electoral 2007-2008 que buscó consolidar el cambio político mediante la legislación electoral introdujo la obligatoriedad de los debates. La normativa determina que el Instituto Federal Electoral de México (IFE) coordinará la realización de dos debates entre los candidatos registrados para la elección presidencial, determinando las reglas, duración, día y hora de la realización, pero siempre escuchando la opinión de los partidos políticos. La transmisión es en vivo por la radio y televisión pública y las señales pueden ser utilizadas en vivo y en forma gratuita, por los demás concesionarios y permisionarios de radio y televisión (“Aplicación de la Reforma Electoral de 2007/2008 en México desde una perspectiva internacional comparada”, Instituto Federal Electoral de México, 2009).

[13] Al respecto es interesante por lo ilustrativa la siguiente consideración de un dictamen del Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica ante una consulta que se le formulara por la posible realización de un debate sin todos los candidatos: “Es evidente que los debates con candidatos preseleccionados e invitados por los medios son mecanismos que indirectamente dirigen o tratan de orientar la opinión de los electores hacia las ofertas políticas representadas por esos candidatos, con perjuicio de los excluidos, lo que resulta inaceptable en una democracia que por su definición demanda, para su subsistencia, contar con una opinión pública libre e informada, con información completa y no parcializada. La preselección podría calificarse como ‘inducción’ de la opinión electoral, en detrimento de la libertad de información a que tienen derecho los electores” (http://www.tse.go.cr/juris/electorales/4099-E8-2009.htm). Entendemos que la aseveración es válida tanto para los debates en sí mismos como a estos en relación con el resto de los mecanismos de difusión de sus plataformas a la que recurren los partidos políticos.

[14] Un anterior proyecto de ley respecto al punto, presentado por el diputado Walter Vener (Partido Colorado) en 2001, ingresaba en el detalle de las reglas del debate. Lo establecía solamente en el caso que hubiera balotaje. El proyecto nunca fue considerado por la Cámara.