Jorge Majfud difunde la segunda parte de su artículo “El hombre nuevo en la crítica moderna (II)”, y Sociedad Uruguaya te invita a disfrutarlo.
“Para los críticos que antes de la Segunda Guerra reaccionaron contra los valores de la Modernidad, la corrupción de la masa era producto de una progresiva pérdida de referencias (míticas, religiosas o jerárquicas) que había comenzado con el Renacimiento, que es casi decir con el Humanismo. Se olvidaron voces como las del catalán Pi i Margall que un siglo antes, en la conservadora España, había contestado que la violencia y la vulgaridad del pueblo no se debía al incremento sino a la insuficiencia de su libertad (Reacción, 1854).
Refiriéndose al proyecto de educación universal del siglo XIX de “educar al soberano” y a la estatización del siglo XX (una liberal y la otra comunista) Sábato observaba en 1951 que en ambas alternativas “la Opinión Pública sigue siendo quien impone gobiernos, pero resulta que estos gobiernos son los que crean la Opinión Pública” (Engranajes). En este punto muchos estarían de acuerdo con Ortega y Gasset: “la masa es lo que no actúa por sí misma” (Masas, 101).
Esa “opinión pública” fue menospreciada por los conservadores que solía heredar los privilegios de clase y también será atacada por los intelectuales de izquierda, como el célebre italiano Antonio Gramsci y muchos otros en América Latina. El “hombre común” no es producto de la naturaleza ni sus acciones son espontáneas sino producidas, deformadas por su propia alienación. De la misma forma, su conciencia no es suya sino una poderosa “falsa conciencia” que impide su liberación (como ejemplo didáctico, recordemos los esclavos agradeciendo los azotes que les enseñaban a ser “buenos negros”, “buenos indios” o “buenos pobres”).
Para el cubano Nicolás Guillén, por ejemplo, el hombre común es una abstracción, producto de la deformación de los mass media (Tengo). También Mario Benedetti insistirá en la artificialidad de esta espontaneidad, de los gustos populares, como creaciones de la maquinaria publicitaria (Revolución) y aplicará este descubrimiento gramsciano a la tradicional elite intelectual. En el terreno estricto de la literatura, acusará a la “crítica comprometida” de estar compuesta por “ideólogos que promocionan la soledad como el hábitat del escritor”. La complicidad del lector con el autor, repetidas veces elogiada como virtud literaria, se transforma, desde este punto de vista, en mortal defecto de sofisticación y celebración de la alienación: “El cómplice verifica y consolida la alianza de un reducido clan, contra una mayoría […] Simplemente significa que la soledad del escritor es cómplice de la soledad del lector; cómplice, no solidaria”.
Es decir, para esta perspectiva, el individuo se encuentra alienado por una cultura y una estructura productiva basada en el capital y el beneficio. Esta percepción del individuo alienado como fuente de la corrupción moral e ideológica, había sido percibida de otra forma por Ernesto Guevara en Chile, durante su primer gran viaje por el continente. En el momento de asistir a una anciana asmática, reconoce que la medicina no podía hacer gran cosa para salvarla. El problema no radica, entonces, en la enfermedad del individuo sino en una enfermedad social. “En estos casos es cuando el médico consciente de su total inferioridad frente al medio, desea un cambio de cosas, algo que suprima la injusticia que supone que la pobre vieja hubiera estado sirviendo hasta hacía un mes para ganarse el sustento, hipando y penando” (Diario, 103).
Desde una posición ideológica opuesta pero coincidente con esta crítica, Octavio Paz se rindió al precepto marxista: “En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella? […] los norteamericanos no desean conocer la realidad sino utilizarla” (Laberinto). Pero Paz también señala un elemento de cambio que es radical y significativo: con la introducción del catolicismo en América, “el sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales”. Paz sintetiza dos actitudes opuestas que han sido confirmadas por la teología católica y la historia Moderna, especialmente la historia del humanismo liberal y del antihumanismo capitalista: la virtud y el pecado son responsabilidades individuales. Por lo tanto, “la redención es obra personal”. Habrá que esperar al surgimiento de la Teología de la liberación, un movimiento propiamente latinoamericano, para problematizar la idea de “pecado social” y, de forma menos explícita, la idea de “liberación colectiva”.
En el siglo XX, el mundo de la clausura política se representa por la idea de alienación del individuo y en la literatura se encarna en su radicalización, la clausura existencial. De ahí la subjetividad del yo, náufrago en un mundo absurdo, el protagonista del siglo XX que, en palabras de Nietzsche podríamos llamar el “héroe dialéctico”, el individuo escéptico que construye su crítica desde la impotencia y el rechazo a su propia sociedad. Según Cascardi, el héroe épico de la novela debe ser instruido en el arte de lo posible dentro de los límites de un mundo desencantado. Al mismo tiempo, el héroe novelístico permanece en la convicción de los valores de sus propios actos que resisten el acomodo a una realidad que es percibida como corrupta o decadente (Subject).
En el otro extremo estético-ideológico, la misma reacción crítica se articulará según la oposición oro/espíritu, materialismo/moral, calvinismo/epicureísmo, opresión/liberación. No hay clausura existencial —su leitmotiv no es la angustia sino la alegría— y la clausura política es sólo esporádica, cíclica, vulnerable. Tanto la primera tradición cristiana —el Jesús expulsando a los mercaderes del templo o cuestionando al joven rico por no desprenderse de sus bienes— como la concepción amerindia de un Cosmos vivo pero en peligro de ser vaciado en su espíritu, son constantes en este pensamiento que, no sin paradoja, basaba su ideología en el materialismo dialéctico. La visión materialista, desacralizada del Cosmos es compartida por el comunismo soviético tanto como el capitalismo euroamericano. Los paradigmas culturales que establecen categorías como Primer, Segundo y Tercer mundo son cuestionados después de la Segunda Guerra y rápidamente toman lugar en el pensamiento latinoamericano. Gustavo Gutiérrez dice, en Teología de la liberación (1973) que el signo de los tiempos, “sobre todo en los países subdesarrollados y oprimidos, es la lucha por construir una sociedad justa y fraterna, donde todos puedan vivir con dignidad y ser agentes de su propio destino. Consideramos que el término ‘desarrollo’ no expresa bien esas aspiraciones profundas; ‘liberación’ parece, en cambio, significarlas mejor”.
En Radical Humanism (1952) un marxista como el indio M. N. Roy reconocía que “la libertad es real sólo como libertad individual” (36). No obstante hoy, a medida que los instrumentos democráticos se multiplican, el objetivo central, la liberación de los individuos (en sociedad), es decir el Hombre Nuevo, sigue entre dos rígidos signos de interrogación. Si no entre irónicas comillas.
Jorge Majfud.
Junio 2010.
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